lunes, 10 de febrero de 2025

EL BUEN VASALLO de Francisco Narla

No hace mucho, hablando con una buena amiga editora, le confesé que mi "crush" histórico era el Cid. Así, sin anestesia ni nada. No es el único, es verdad, porque también siento una gran devoción por don Juan de Austria y por el Gran Capitán. Supongo que porque todos, de alguna manera, representan el ideal del caballero por excelencia y me da igual que, quizá, en su vida real, alejada de las crónicas, el mito y de su aura de vencedores, no lo fuesen tanto. Es lo que tiene la imaginación, que es gratis y nos permite fabular sobre ellos o sobre cualquier otro personaje histórico que se nos cruce. Porque, al margen de la documentación histórica y de lo que realmente se sabe de ellos, ¿cómo era su voz o su forma de mirar, por ejemplo? Qué les gustaba comer, cuál era su postura favorita para dormir, cómo se movían... todo esto es lo que nos permite la ficción en general y la novela histórica en particular. Después podremos discutir, si queréis, del sexo de los ángeles o de si la novela histórica debe solo contener datos ciertos y todos esos eternos debates que considero tan estériles. Otro día me decidiré a abrir la puerta de ese jardín, pero ahora quiero dedicar mi atención entera a intentar contaros lo que me ha hecho sentir la lectura de El buen vasallo, de Francisco Narla.

A Narla le llevo siguiendo bastantes años y le admiro mucho, tanto por lo que escribe como por las veces que he tenido la suerte de escucharle hablar y me ha hecho hasta tomar apuntes. Le adornan un elegante sentido del humor y una ironía cristalina, un verbo siempre inspirado y una capacidad para hacer ameno cualquier tema, cosas por las que, lo confieso, le envidio mucho. En esta novela vuelve a regalarnos una narración inmersiva por completo, mostrando un estilo que ha perfeccionado y pulido y que acaba causando adicción, os lo aseguro. Y, además, está el Cid. Sí, un tanto cambiado, más mayor y lleno de heridas en cuerpo y alma, pero está. Vayamos, pues, a tierras de frontera.

"¡DIOS, QUÉ BUEN VASALLO, SI TUVIESE BUEN SEÑOR!" - CANTAR DEL MIO CID

Diego es hijo de un héroe. Su padre es Rodrigo Díaz de Vivar, que ha criado a su hijo para convertirle en el prototipo de gran guerrero y fiel vasallo, aunque también le ha escatimado muestras de cariño. Diego tiene como mayor ambición cumplir los deseos de su padre, seguir su ejemplo, merecer de su parte palabras de reconocimiento. Pero, ahora que ha crecido, la figura casi legendaria de su progenitor se desdibuja. Los años, las traiciones, las batallas y haber sido casi un proscrito durante años, le han llagado el alma y es capaz de las mayores crueldades, incluso entre quienes le son más cercanos. Pero si algo atesora Diego es la inamovible lealtad a su padre, a pesar de todo. Aunque la verdad duela.

Diego Rodríguez o Diego Ruiz, el hijo del Cid, no aparece en ningún momento en el Cantar del Mío Cid. Sí aparecen sus hermanas, aunque con nombres diferentes, ya que realmente se llamaban Cristina y María. Pocos, muy pocos datos ciertos se conocen de Diego. Seguramente la más cierta sea la fecha de su muerte, en la batalla de Consuegra, en el 1097 con, aproximadamente, 21 años. Si acompañó a su padre en su destierro o si quedó con su madre y hermanas, cómo fue su vida, su formación, incluso si llegó a casarse o tener descendencia, es todo un misterio. Y ahí es donde Francisco Narla se mete de lleno, rellenando con maestría los huecos (inmensos) que existen sobre él.

Siempre he tenido la sensación de que, en cada novela, Narla se reinventa. Siempre va subiendo escalones en estilo, intensidad y técnica narrativa y creo que esta novela aporta un plus de "magia", porque nos hace cómplices de lo que estamos leyendo. Como si estuviésemos viendo todo a través de un agujero. A veces, casi, he tenido la sensación de que podía escuchar a los protagonistas. Tengo que reconocer que, cuando la empecé, me costó un poco engancharme y entrar por completo en ella. Quizá porque venía de otras lecturas muy diferentes, tardé unas cuantas páginas en sentir que me podía tirar de cabeza. Puede que los saltos temporales influyeran... no sé. Pero lo importante es que, de repente, todo engranó a la perfección y viajé hasta aquel convulso tiempo para quedarme.

La novela se articula en dos líneas temporales: una que abarca entre 1088 y 1097 y otra en 1102. No hay mucha diferencia entre ellas, pero sí en lo que sucede. Estamos bajo el reinado de Alfonso VI, en los años de la invasión almorávide. Acompañando a la mesnada del Cid, recorreremos buena parte del territorio peninsular, un territorio que Francisco describe maravillosamente, aportando detalles que nos lo hacen muy real, muy vívido, introduciendo hasta detalles de vegetación y fauna de los lugares. En la primera, Rodrigo Díaz de Vivar ya ha forjado buena parte del mito que hoy perdura y seremos testigos de la relación de este con su hijo y con Jimena, que no es solo esposa y madre, sino que se ha convertido en una capaz asesora de su marido. Me ha parecido extraordinario el relato que Narla hace de la crudeza de las batallas contra los almorávides, acercándonos al Cid como victorioso estratega. En el otro hilo argumental se añade un interesante toque de misterio, en el que el andamiaje fundamental es la figura del yesero (también llamado el Gallego), un hombre al que parecen perseguirle todos los males y todos los infortunios. 

El buen vasallo no es una novela trepidante y de ritmo endiablado, aunque su lectura sea ágil gracias a sus capítulos breves. Es para leerla con calma, dejándonos envolver por su extraordinaria ambientación y por unos personajes dibujados con una enorme profundidad psicológica, que se enfrentan a sus conflictos internos y a la vida que les ha tocado vivir. Personajes perfectamente reconocibles incluso desde nuestra perspectiva, que hablan, sienten, dudan, temen, aman, se arrepienten, admiran o se resignan. Tendremos una imagen certera y muy auténtica de lo que sucedía en aquellos años, en la que es evidente la ingente labor de documentación que ha debido llevar a cabo Francisco. Todo nos lleva a un final que solo puedo calificar de brillante y que tenéis que descubrir, porque es un cierre espléndido.

Vale, es verdad, el Cid que aparece en El buen vasallo no es el que estamos acostumbrados a imaginar. Y se le ha amargado bastante el carácter, pero mi corazón se lo perdona. Qué le voy a hacer, es lo que tienen los amores platónicos con siglos de por medio. Pero os aseguro que estamos ante una novela extraordinaria y diferente, tanto en su planteamiento como en su desarrollo, y que hará, seguro, que os intereséis por algunos hechos históricos que quizá os han pasado más desapercibidos. Paladeadla como los buenos caldos, porque os aseguro que el viaje que nos plantea es de los que se recuerdan.