Conocí a Eduardo Soto-Trillo en la pasada edición de Getafe Negro. Participó en la mesa titulada "El detective en el diván: transtornos mentales y género negro" y pude charlar con él en la presentación que del certamen se hacia en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Me habló de esta novela, Yo nunca, que era su primera incursión en el género, ya que anteriormente sólo había publicado libros de ensayo en los que contaba su experiencia en países en guerra. Y lo que me contó sobre ella me llamó poderosamente la atención porque me pareció diferente y a tener muy en cuenta. Amablemente me ofreció un ejemplar que me llegó a casa a los pocos días, remitido por Ediciones B. Por fin he podido leerlo con calma y perderme en las calles de Ramil, un pueblo gallego que guarda en sus gentes y en sus calles más de un secreto y muchas historias que permanecen dormidas pero muy presentes.
Antes de meterme más a fondo en mi opinión de la novela, he de decir que me ha sorprendido lo que he encontrado en ella: una historia que parece a priori sencilla pero que se va complicando y adquiriendo matices cada vez más inquietantes, sostenida por un elenco de personajes a los que no sabes bien cómo catalogar y que se alejan mucho de los habituales. Un estudio psicológico poderoso de cómo lo vivido y lo que no contamos o no asimilamos nos marca y nos hace ser lo que somos.
PORTAZOS AL PASADO
Luis acaba de aprobar el primer examen de las oposiciones a juez después de varios y desatrosos intentos. Su vida lleva años centrada en el estudio del amplísimo temario y en el cuidado de su madre, con la que ha mantenido siempre una relación compleja y dependiente. Tras la muerte de esta, en un accidente fortuito, y haber conseguido dar el primer paso para lo que él considera su sueño, ser juez, decide volver a la casa de la familia de su madre en Ramil para aislarse de todo y preparar a conciencia la segunda prueba, tan exigente o más que la primera. Cree que allí encontrará la tranquilidad necesaria y que podrá concentrarse rodeado de naturaleza y en un ambiente diferente al de Madrid.
En el caserón familiar, Merlachoca, vive ya solo su tía, una mujer que jamás se ha casado y que pasa los días delante de la televisión viendo un programa de corazón detrás de otro. No parece excesivamente feliz por la llegada de su sobrino. Hace mucho que no se ven y la relación con él y con su fallecida madre, su hermana, dejó de ser buena y fluida hace tanto que casi son dos extraños. Ramil ha cambiado también. Muchos son los vecinos a lo que Luis recuerda y que siguen viviendo en una especie de burbuja temporal, pero también han llegado habitantes nuevos que, de alguna manera, han alterado el microcosmos habitual del lugar.
Luis los irá conociendo gracias a sus visitas al bar del pueblo, ahora regentado por Pablo, un joven homosexual peculiar y simpático a su manera, que ha remodelado es aspecto del local al que siguen yendo los de siempre y también los nuevos. Conocer a Carmen, una mujer ya en la cuarentena pero con un atractivo que a Luis le resulta irresistible, hará que de pronto todo lo que quiere y lo que busca gire en torno a ella. Carmen ejerce de fisioterapeuta en Ramil y parece tener una relación muy cordial con sus pacientes y vecinos. En el bar también suele pasar muchas horas otro forastero, Javier, escribiendo un libro sobre filosofía y que jamás habla con nadie. En sus largas sesiones de estudio, perdido por los parajes que rodean Ramil, también conocerá a Laura, una joven restauradora que está devolviendo el color a las pinturas de una ermita abandonada.
Luis arrastra una existencia gris y que nunca ha sido fácil. Su madre padecía constantes depresiones, su padre los abandonó y jamás volvió a tener contacto con él. Una mezcla de amor y odio hacia su progenitora le sigue siempre como una sombra oscura y los constantes encontronazos con su tía no ayudan a mejorar su ánimo. Solo Carmen parece ofrecerle un remanso de paz, olvido y amor desbocado, pero ella se le escapa siempre de entre los dedos. Comienza a darse cuenta de que las relaciones entre los nuevos vecinos son extrañas y que hay muchas cosas que no sabe y que ellos parecen esconder o contar solo a medias.
En los alrededores de Ramil comienzan a aparecer perros degollados y lo que en principio parecían muertes aisladas, casi normales en un entorno rural , se va convirtiendo en una preocupación porque no hay un sospechoso claro ni tampoco motivos para que los animales estén siendo tan brutalmente asesinados.
Como decía antes, es muy complicado catalogar a los personajes. Siendo Luis el protagonista principal, me ha resultado muy difícil empatizar con él. No resulta simpático, está lleno de contradicciones, sus reacciones a menudo resultan desasperantes. Pasa del cielo al infierno en segundos, con "pataletas" o enfados que casi catalogaría de pueriles. Saca conclusiones sin pararse a pensar dos veces y, sobre todo en su relación con Carmen, puede mostrarse ciego de amor o tildarla de "zorra" cuando su imaginación le juega malas pasadas. Está muy bien dibujado, eso es cierto. Llegamos a conocerle muy bien, aunque jamás sabremos cómo va a reaccionar ante ciertas situaciones.
Las extrañas relaciones entre Carmen, Pablo, Javier, Guillermo (un escultor excéntrico que vive en las afueras del pueblo), Laura y Miguel, un médico de la zona, confunden a Luis, siempre dispuesto a ponerse en lo peor. A medida que pasan los días, irán saliendo a la luz también muchos secretos de la propia familia de Luis, de los que él no tenía idea ya que su madre se apartó de ellos y jamás compartió con su hijo su historia más íntima. Su obsesión por Carmen, la tensa relación con su tía, las certezas que va descubriendo sobre su familia, lo que ve y lo que imagina, le van metiendo en un laberinto intrincado, casi angustioso y lleno de interrogantes, que Luis se ve incapaz de resolver.
Siempre he sentido debilidad por las tramas que suceden en los pueblos, en el mundo más rural, proque creo que, como ya dije en la reseña de Los Caín, en sus calles y en sus gentes se puede encontrar lo peor del ser humano. No siempre las grandes urbes tienen ese oscuro privilegio. Allí los odios se enquistan y el mal puede encontrarse detrás de cualquier visillo que se cierra de golpe. Ramil se nos presenta cargado de preguntas que pueden tener respuestas perturbadoras. O quizás es que Luis no sabe cómo formularlas, perdido como está en su propio tormento interior, ese que no quiere reconocer y que, poco a poco, irá saliendo y tomando otras formas.
Yo nunca es un magnífico tratado de la condición humana, de la psicología de sus personajes. Una novela que te va atrapando sin remedio y metiéndote de lleno en el mismo desasosiego que atrapa a Luis, haciendo que te mantengas alerta en todo momento. Lo que Luis va descubriendo y viendo es lo que el lector descubre y ve, aunque esté narrada en tercera persona. Los silencios, los extraños vínculos que parecen atar a algunos habitantes de Ramil, lo que se va revelando de su madre, su tía y su abuelo van consiguiendo que necesites y quieras saber más. Los paisajes son también fundamentales en la historia. El verde del Galicia que se va agostando con la llegada de un calor insospechado, las calles de Ramil, la ermita abandonada, las ruinas de la antigua finca familiar. Todo tiene una segunda lectura que a mí me ha mantenido pegada a sus páginas hasta el inesperado final.
Yo nunca es también una novela que, como sus personajes, resulta complicado catalogar, pero quizá ese es su encanto. Hay mucho de almas rotas en sus páginas, de querer dejar atrás el pasado, un pasado que puede ser aterrador. Cómo seguir adelante cuando todo se te ha derrumbado con estrépito... Dadle una oportunidad, creo que encontraréis algunas respuestas sorprendentes que, incluso, os resultarán un poco sobrecogedoras. O que os surja más de una pregunta incómoda. Descubridlo.