Nunca he tenido muy claro de dónde viene esta vena mía
de sentir auténtica atracción por los escenarios postapocalípticos. Me fascinan
de un modo intenso. Quizá porque en ellos ya no eres lo que eras, ya no hay lo
que había y el olvido es casi dueño y señor de todo. Sí, los protagonistas de
estas historias recuerdan, pero los recuerdos son como fotografías en blanco y
negro que se van difuminando por efecto del tiempo y su contenido casi deja de
tener sentido. También me apasionan narraciones y películas de desastres y cataclismos, sean naturales o
provocados. Incluso, por muy malas que sean, esas cutrecillas de invasiones
extraterrestres con mala baba que lo dejan todo convertido en un erial.
Llegué a “La carretera” por un profesor de literatura
de mi hijo mayor, que estaba empeñado es descubrirles lecturas diferentes. Es un
libro extraño al menos, con una manera de narrar distinta y una forma de
presentar los diálogos que a veces es casi descarnada. Desde luego no es una
novela que guste a todos y provoca sentimientos encontrados: o te entusiasma o
no te gusta en absoluto, pero jamás te deja indiferente. Ni frío. Pero frío es
lo que destila cada una de las páginas, un frío gris, sucio, inclemente y
aterrador. Quizá lo mejor sea caminar nosotros también en La carretera para entender
ese mundo desolado que Cormac McCarthy dibujó con maestría.
EL AUTOR: CORMAC MCCARTHY
Nacido en 1933 en Providence pero criado en Knoxville
(EEUU), su padre era abogado y tuvo una educación católica y bastante
conservadora antes de ingresar en la universidad. Pasó unos años en el ejército
del aire de Estados Unidos sin haber terminado sus estudios. Muy influido por
William Faulkner escribió su primera novela, El guardián del vergel, en 1965,
con una ambientación muy rural. Tres años después publicó La oscuridad
exterior, que mezcla algunos toques góticos con un “western” casi crepuscular.
Su tercera novela tuvo que esperar hasta 1973, Hijo de
Dios. En ella el estilo es ya más directo, muy áspero pero con una gran
intensidad lírica y una atmósfera inimitable, como es seña de identidad también
en La carretera. Meridiano de sangre, en 1985, da una vuelta de tuerca más a su
incursión en el “western” más sucio y brutal protagonizado por un grupo de
pistoleros que se dedican a exterminar indios. Cormac cambió de registro
completamente con Todos los caballos bellos en 1992, ya que la novela puede
considerarse romántica, y con la que ganó el National Book Award.
En 2005 publica No es país para viejos retomando de
nuevo ese estilo de “western” crepuscular, que tan buenas críticas había
cosechado, en la que el asesino a sueldo que la protagoniza es absolutamente
aterrador. Ya en 2006 llega La carretera, por la que ganó el Premio Pulitzer,
en la que narra la historia de un padre y un hijo en un mundo devastado.
También ha probado suerte en el teatro, aunque con menos éxito. En 2013 Ridley
Scott estrenó El consejero, protagonizada por Michael Fassbender, en la que
Cormac había escrito el guión. Se acusó a Scott de no haber entendido la
filosofía de Cormac ni a sus personajes y la película pasó casi sin pena ni
gloria.
FRÍA Y GRIS DEVASTACIÓN
El mundo, tal y como lo conocemos, ha desaparecido. Un
apocalipsis del que nada se nos cuenta ha convertido el planeta en un páramo
gris y helado, en el que los ríos no tienen vida, la vegetación ha muerto y los
pocos supervivientes que van quedando se arrastran buscando cómo seguir vivos
un día más. La mayoría están solos o en pequeños grupos, intentando encontrar
comida y refugio. Pero muchos se han unido en grupos brutales que han optado
por el canibalismo como modo de vida.
Camino al sur, un padre y un hijo caminan siguiendo la
carretera. Confían en que, al borde del mar, las cosas irán mejor. Ambos sólo
se tienen el uno al otro pero tratan, sobre todo, de no perder su humanidad.
Huyen a veces. Se alegran otras con pequeñas alegrías inesperadas. A menudo
tienen miedo y siempre el frío les muerde la carne. El amor del padre por su
hijo y la devoción de éste por su padre son lo único cálido que vamos a encontrar.
LOS RELOJES SE PARARON A LA 1:17
“Al despertar en el bosque en medio del frío y de la
oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su
lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris
que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el
mundo.”
García Márquez dijo en una ocasión que lo más difícil de una novela era
escribir la primera frase, que lo demás saldría más fácilmente. Con estas tres
comienza La Carretera, presentándonos la realidad en la que viven los
protagonistas, un padre y su hijo pequeño, exactamente como ellos la ven.
Tenebrosas tinieblas. Días grises. Frío y oscuridad. A pesar de semejante
escenario La carretera es completamente adictivo, emocionante, distinto, único,
desasosegante, duro y luminoso dentro del escenario gris y deprimente que nos
presenta. Puedo asegurar que La carretera me llegó dentro como un impacto duro
pero potente como pocos. Fue capaz de darme imágenes tan vivas, de transmitirme
sentimientos tan intensos, que pude sufrir el frío mordiente y crudo que los
protagonistas llevan calado hasta los huesos. He podido estremecerme con sus
miedos, con cada paso que daban en pos de un posible futuro mejor, de un lugar
donde vivir a pesar de que la esperanza parece tan lejana como el centro de la
Vía Láctea. La relación entre el padre y el hijo, dentro de un universo hostil
y peligroso, es tierna y cómplice. Sólo se tienen el uno al otro y eso es lo
que les da fuerzas para continuar.
El mundo que conocemos ya no existe. Un cataclismo ha
asolado la humanidad dejándola convertida en un universo gris, inhóspito y
desolado. En el libro no se cuenta el origen de ese cataclismo ni qué es
exactamente lo que ha ocurrido. La única referencia a ello es que “Los relojes
se pararon a la 1.17. Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de
pequeñas sacudidas.” Y en otro momento, como de soslayo, dice que esa noche
“vieron arder ciudades a lo lejos”. Cuando sucede el desastre el hombre se
halla junto a su mujer, embarazada. Pocos días después, ya sin luz eléctrica,
ni agua, ni suministros de ningún tipo, el niño viene al mundo sobre la cama de
sus padres.
Cuándo y
cómo decidieron echar a andar hacia el sur no se nos muestra, pero debía ser la
única opción posible. A través de los recuerdos del hombre sabremos que
empezaron a seguir la carretera, como única vía de escape, los tres. Pero ahora
la madre ya no está con ellos y el recuerdo de lo que ocurrió con ella
aparecerá como un fantasma. Hay una enorme tristeza en esos párrafos, una
sensación de soledad desgarradora. Hombre y niño la recuerdan de formas distintas,
pero igual de intensas; una imagen de lo que tuvieron y se perdió.
Los dos
siguen, tiempo después, caminando por la carretera hacia el sur. Buscan calor,
lugares con vida, comida, futuro. Llevan todas sus pertenencias en un carrito
metálico de supermercado, incluso juguetes que le gustan al niño. Cubiertos con
capas y capas de ropa sucia y ajada que ya casi ni les abriga, los pies tapados
con zapatos destrozados y ajenos y envueltos en harapos. Pero siguen adelante,
día tras día. Cuando cae la noche, se alejan de la carretera para acampar escondidos.
Huyen de cualquier otra presencia humana pues la experiencia les ha enseñado
que no puede esperarse nada bueno de ellos. Algunos se han vuelto caníbales,
otros matan a quien se encuentran en su camino sin mediar palabra.
Todo es gris y negro a su alrededor. Abrasado antes de
estar helado. La capacidad del autor para describir infinidad de matices en ese
gris roza la maestría. Las noches se convierten en una negrura insondable, no
hay nada que ofrezca ni el más ligero destello. Cuando empieza a nevar, la
nieve también es gris. El sol, cubierto eternamente de nubes oscuras, es sólo
un recuerdo olvidado. Los ríos no tienen vida, los campos están muertos, los
pueblos que encuentran a su paso son ruinas abandonadas y arrasadas por el caos
que se produjo tras el cataclismo. Cuando consiguen llegar a una playa, el mar
tiene la apariencia del mercurio y ya no alberga nada en su interior. Incluso
el aire que respiran es veneno, cargado como está de cenizas. Ambos llevan
máscaras hechas con trapos, pero el hombre, aunque lo oculta a su hijo, se
ahoga por la tos y escupe sangre cada vez más a menudo.
“Una hora
después estaban sentados en la playa contemplando el horizonte cubierto de
niebla tóxica............ En la arena de la caleta que había más abajo hileras
como caballones de pequeños huesos entre las algas. Más allá los costillares
blanqueados por la sal de lo que podían haber sido reses. En las rocas una
escarcha de sal gris. Soplaba el viento y unas vainas secas correteaban por la
arena y se detenían y volvían a correr.”
Es difícil describir mejor y con menos palabras la desolación.
El hombre lleva una pistola con sólo dos balas. Y sabe
muy bien qué hará con esas balas si llegase el caso. Pero siempre le asaltan
las dudas de si será capaz de acabar con la vida de su hijo: le ve tan frágil,
tan desvalido, tan delgado que su única obsesión es ponerle a salvo de todo.
Habla con él razonablemente, sin eludir las respuestas a las dudas del pequeño
pero tratando de adaptarlas a lo que él pueda entender:
“¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos, papá?
No mucho.
¿Eso cuánto es?
No lo se. Quizás un día más. Tal vez dos.
Porque es peligroso.
Sí.
¿Crees que nos encontrarán?
No, no nos encontrarán.
Podrían encontrarnos.
No, seguro que no nos encontraran.”
Los diálogos
no llevan los consabidos guiones al principio de cada frase, pero son sencillos
de seguir, sin artificios, sin adornos. A veces el hombre es duro con el niño,
pero siempre es para ponerle a salvo, para protegerle aunque cuando el pequeño
deja de hablarle, enfadado por su dureza, hace lo imposible para que vuelva a
dirigirle la palabra. Es como si no soportara aumentar la soledad que les rodea
con el silencio de su hijo.
Hay detalles de una ternura especial, como cuando el
hombre encuentra una lata llena de Coca Cola y se la da al niño. El pequeño no
sabe lo que es, jamás ha visto o bebido algo semejante y se sorprende de que
tenga burbujas y de que le hagan cosquillas en la nariz. O cuando encuentran un
bunker de supervivencia en el jardín de una casa completamente intacto, lleno
de comida, ropa y camas y el primer deseo para cenar del niño son peras, porque
es la primera lata que ha visto al bajar. Incluso existe esa ternura cuando
siente lástima de otros humanos con los que se cruzan y quiere ayudarlos de
algún modo, a pesar de que su padre le insiste en que no es buena idea.
Por supuesto,
no pienso destrozaros los detalles de la novela ni su final, creo que es algo
que merecéis descubrir vosotros. Pero si de algo estoy segura es de que os
impresionará más de lo que podáis pensar antes de empezar sus páginas, porque a
mí me ha ocurrió. Las frases cortas, directas y tremendamente emotivas que
Cormac McCarthy utiliza para narrar el viaje del padre y su hijo hacia un
futuro y un lugar que no saben si existen son fascinantes. Te convierten en un
espectador privilegiado de un mundo que podría ser el nuestro si por un azar
todo se va al garete. Y muchas veces sufres la impotencia de no poder ayudar a
los protagonistas. O, al menos, de no poder abrazarles como consuelo.
“El hombre se volvió y le miró. Estaba sumamente
concentrado. El hombre pensó que parecía un triste y solitario niño huérfano
anunciando la llegada al condado de un espectáculo ambulante, un niño que no
sabe que a su espalda los actores han sido devorados por los lobos”
“Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: si
él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.”
No, no hay ninguna errata ni falta la coma. Los pensamientos no tienen signos de puntuación.