lunes, 25 de octubre de 2021

PABLO NERUDA EN MADRID (ESTO ES OTRA HISTORIA)

Muchos han sido los escritores, patrios o foráneos, que han elegido Madrid para vivir. Si hay algo que los une es su admiración por nuestra historia y nuestra cultura pero, sobre todo, por nuestro modo de vida. El carácter sociable y muchas veces jaranero que nos adorna les fascina. Y no hablemos ya de esa "vida en la calle", de la que siempre hablan mis amigos franceses, que nos lleva a encontrar cualquier excusa para juntarnos, poner unas cañas y unas tapas de por medio, empezar a la hora del "vermú" y acabar casi cenando. Supongo que este ambiente de camaradería y estos cielos velazqueños que se tiñen de belleza en el crepúsculo también influyen, como le influyeron a Pablo Neruda la primera vez que visitó Madrid. No paró hasta conseguir venir a vivir aquí, tras un periplo que él describió como "la epoca más solitaria de su vida" y que le llevó a Barcelona, Singapur, Rangún y Batavia. Pasar de aquella soledad que le helaba el alma al "sabor de la compañía humana", con el bullicio típico de las tabernas y terrazas madrileñas, le devolvió a su mejor humor.

Neruda llega a Madrid en mayo de 1934. Su amigo, Carlos Morla Lynch, le había conseguido trabajo como agregado cultural en la embajada de Chile y, en pocos meses, llegó a ser Cónsul General, aunque lo cierto es que sus actividades diplomáticas fueron escasas porque siempre prefirió una vida más mundana y literaria. El poeta solía contar que, cuando llegó a Madrid en tren, solo había una persona esperándole: era Federico García Lorca, a quien había conocido tiempo atrás en Buenos Aires.

"Me esperaba él solo en la estación de invierno. Pero ese hombre era España y se llamaba Federico."

Al poco de su llegada, alquiló un piso en la llamada Casa de las Flores, construido poco antes y que se ubica en la calle Hilarión Eslava, en el barrio de Argüelles, un edificio que era considerado un ejemplo de la arquitectura vanguardista y que, aunque fue destruido durante la Guerra Civil, se reconstruyó años después y hoy día puede verse tal y como era originalmente, con su ladrillo rojo y sus grandes terrazas. 

"Yo vivía en Madrid, con campanas, con relojes, con árboles. Mi casa era la llamada Casa de las Flores porque por todas partes estallaban geranios: era una bella casa con perros y chiquillos."

En aquel barrio tenía vecinos ilustres, como Benito Pérez Galdós o Pío Baroja y constantemente recibía visitas de otros poetas y escritores como Valle Inclán y Vicente Aleixandre. Pero su amistad más entrañable fue con su incondicional Federico al que se sumaron Rafael Alberti y Miguel Hernández, formando un cuarteto inseparable. De Miguel Hernández, al que apreciaba profundamente, decía que era tan campesino "que llevaba un aura de tierra en torno a él". Su casa siempre estaba abierta para ellos y para compatriotas chilenos en las que el jamón, el queso, el vino de Valdepeñas y el ponche estaban normalmente presentes y que acostumbraban a acabar con unas curdas impresionantes. También organizaba tertulias en un bar que había en los bajos de su edificio, cuya especialidad en palometa frita era su perdición.


 Reconocido amante de la buena comida, apreciaba la que le hacían pero solía cocinar en casa para los suyos, para lo que visitaba a menudo el mercado de Argüelles que le encantaba por "su bullicio, colores y el olor a fruta y marisco". Asimismo se hizo asiduo de un bar de la calle Princesa en cuyas paredes aún cuelgan fotos, firmas y dedicatorias de sus clientes ilustres. También de Casa Manolo, un restaurante de la calle Jovellanos, y de la Cervecería de Correos, a la que iban a recitar versos. Quienes compartieron aquellos tiempos con Neruda hablan de su devoción por el cocido madrileño y de su buena mano preparando cócteles y, aunque mostraba buen carácter, muy agradable en el trato habitualmente, podía ser, en ocasiones, muy rencoroso, sobre todo con quienes hablaban mal de él o criticaban su poesía. También se menciona que era muy machista y que su mujer en aquel momento, María Antonia, tenía que atenderle en todo, hasta atarle los cordones de los zapatos.

Fue en este ambiente donde conoció a Delia del Carril, veinte años mayor que él, y sufrió un "cupidazo" de antología. Se enamoró como un cadete, pero Neruda estaba casado desde diciembre de 1930 en Batavia con María Antonieta Hagenaar, conocida como María Antonia o Mariuca, hija de holandeses de buena posición y que prácticamente no hablaba español. Su matrimonio, excepto los primeros meses, debió ser un infierno para Mariuca, ya que tras el periplo por Indonesia y Malasia, en el retorno temporal a Chile (antes de su viaje a Madrid) se vieron repudiados por la familia del poeta, que no les había comunicado su boda. Obligados a vivir en pensiones y habitaciones baratas, Neruda retomó sus amistades de siempre y sus juergas de alcohol, por lo que la situación económica fue de mal en peor. La única noticia feliz fue la de su embarazo.

Mariuca llega a Madrid embarazada y el 18 de agosto de 1934 nace Malva Marina, una hija muy deseada por Neruda. Pero, por desgracia, la niña nació con una hidrocefalia severa. Al principio el poeta se hizo la ilusión de que podía curarse, pero cuando conoció la gravedad y la poca esperanza de vida de la pequeña, la realidad le golpeó y se desentendió. De la pobre niña llegó a escribir que "es un ser profundamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos". Abandonó a su mujer y a su hija, que comenzaron un triste peregrinaje por Europa, sin dinero (el poeta no les enviaba nada, las cartas de Mariuca a Neruda pidiendo ayuda son atroces) y pasando todo tipo de necesidades. Malva Marina murió en 1943 y, aunque avisado del fallecimiento de su única hija, Neruda ni se dio por enterado. Ni una nota. Nada.


El inicio de la Guerra Civil, que convirtió Madrid en un campo de batalla, obligó a Pablo Naruda a marcharse. Su casa quedó entre los dos sectores y sufrió bombardeos y saqueos, incluso algunos vecinos contaron que el patio interior se convirtió en campo de fusilamiento. Además, la noticia de la muerte de su amigo Federico le hirió profundamente. Impresionado por los horrores de la guerra en España, consiguió que le nombrasen cónsul para la inmigración española y desde París hizo todo lo que pudo por los derrotados. Pero nunca volvió a España. Nada quedaba ya para él aquí, aunque sus recuerdos, sus poemas y sus huellas aún permanecen en nuestra ciudad.

martes, 19 de octubre de 2021

FAKE NEWS DEL IMPERIO ESPAÑOL de Javier Santamarta del Pozo

PARA IR CALENTANDO Y A MODO DE DESAHOGO

Qué ganas le tenía a este libro. Desde que lo vi anunciado y con fecha próxima de publicación, ya me estaba goteando el colmillo. Está bien, he de reconocerlo: a este libro y a cualquiera que tenga por objetivo desmontar la maldita leyenda negra que llevamos siglos arrastrando, como si fuese una mochila enorme cargada de piedras. Mochila que, para colmo, nos colocaron otros por algo tan poco glamuroso como la envidia y el no haber podido alcanzar las metas que España sí había conseguido. Y, por si no fuese bastante con el peso y el oprobio de la mentira, muchos aceptaron acarrear con ella como castigo merecido o penitencia. Eso sí, a la que se tercia, usamos las piedras de dentro para partirnos la crisma unos a otros, en lugar de hacer frente común y organizar un buen desparrame craneal contra ingleses, holandeses, franceses, estadounidenses y toda su mentirosa estirpe. 

A estas alturas del cuento digo las cosas como las siento y las creo. Con sinceridad: estoy hasta los gemelos del sur (que diría mi idolatrado Forges) de que me vengan con exigencias de perdón, de escuchar memeces sobre falsos genocidios, de exageraciones sobre la Inquisición española y de soportar mentiras, repetidas hasta la saciedad, sobre el supuesto "colonialismo español". Claro que hubo cosas que no se hicieron bien. Claro que hubo gentes aprovechadas, crueles y sin escrúpulos y que no todo fue un reino rosa de unicornios, que tampoco. Pero qué demonios, vivimos acomplejados (algunos más que otros) y un número muy preocupante de españoles, para colmo, presume de complejos y se reviste de ese dañino "revisionismo buenista" que me puede, os lo aseguro. Gentes que conocen de Historia lo que yo de física cuántica y se empeñan en retorcerla a su antojo, en juzgar el pasado con los ojos del hoy y que se la cogen con papel de fumar, con perdón. Esos que, cuando discrepas de su verdad políticamente correcta, te dan una palmadita en la cabeza en plan "anda, fachilla, que no tienes ni idea, aquí estoy yo para iluminarte". Sumémosle a esto los intereses políticos que están muchas veces detrás y tenemos un auténtico desastre. 

Conozco a Javier Santamarta principalmente a través de Twitter y siempre le he admirado por su claridad de ideas, por saber divulgar y defender nuestra historia como nadie, sin levantar la voz pero sentando sus reales con datos y hechos contrastables. Si me permitís la licencia, explicar la Historia en plan Bricomanía: fácil, sencillo, divertido y para toda la familia. De él sé lo que se cuenta: que es politólogo, que estuvo en primera línea con Ayuda Humanitaria y que colabora con varios medios de comunicación nacionales. Pero sí sé algo para mí incontestable: es un brillante comunicador, sabe de lo que habla, tiene un inteligentísimo y saludable sentido del humor y es capaz de poner en su sitio a mucho enteradillo con una sola frase. Como los enteradillos y los "buenrrollistas" carecen de la capacidad para entender las ironías, ahí se quedan con sus únicos argumentos: la rabia y el insulto. 

Es cierto que una de las piedras más pesadas que llevamos en la mochila es la de cuarenta años de educación "nacional", que reinterpretó la Historia de España a su medida, una exégesis interesada que buscaba, de alguna manera, recuperar el orgullo patrio tras habernos despedazado y encontrarnos aislados del mundo entero. Pero a los mencionados enteradillos de la nueva ola se les olvida que la Historia estaba aquí antes que Franco. Que bastaba con haberle quitado los regustos y los disfraces de la dictadura y retomarla con toda su esencia. Pero no. Hay que demolerla. Hasta los cimientos. Y si no estás de acuerdo o si lo rebates, vete poniendo el casco porque recordemos quién tiene la mochila con piedras.

Y UNA VEZ DESAHOGADA, VAMOS AL LÍO

Fake News del Imperio Español, en su contraportada, deja claras sus intenciones:

"Este no es otro libro sobre la Leyenda Negra hispanófoba. Esta es una revisión, con todo el sarcasmo del que hace gala Javier Santamarta, para poner en evidencia tanto odio y sectarismo absurdo hacia la historia de este país. Y es que el uso de imágenes y publicaciones para minar la reputación no son nada nuevo. Son, como se llaman ahora, Fake News. Y aquí van a encontrar un buen repaso sobre todas aquellas que, desde que España se convirtió en la principal potencia del orbe, se vertieron sobre su imperio y su gobierno."

Estamos ante un libro NECESARIO. Sí, en mayúsculas y porque no puedo poner lucecitas. Tanto para quienes nos sentimos orgullosos de nuestra historia y la conocemos, en mayor o menor medida, como para aquellos que apenas la han tratado, para quienes les faltan datos y, sobre todo, para no dejarse llevar por manipulaciones interesadas. Además es un libro que se lee casi del tirón, con el que es imposible no sonreir o, en ocasiones, no reir a carcajadas porque está escrito con sentido del humor del bueno, preñadito de ironía y con ese puntito de mala leche imprescindible para que determinadas cosas se nos queden en la memoria

Así sabremos que la leyenda negra nos la "fabricaron" en los Países Bajos, un mano a mano entre Guillermo de Orange y Lutero al que se unió con alegría Enrique VIII, al que le interesaba, y mucho, tapar sus muchas vergüenzas echando la basura sobre la cabeza de otros. Sí, el mismo que tuvo como primera esposa a Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, aunque a ella no se atrevió a cortarle la cabeza. Por algo sería. Con una advertencia, un proemio, diez capítulos, un colofón y los correspondientes agradecimientos, Javier Santamarta desmonta bulos, mentiras y patrañas sin parar con argumentos, información y datos. Desde el que niega la existencia de España hasta más o menos el XIX (algún iluminado hay que asegura que España no existió hasta 1975) y, por supuesto, del Imperio Español, hasta los dibujan al Duque de Alba como una especie de monstruo sediento de sangre. A estos últimos, que no se me olvide, les recomiendo el visionado de la deliciosa "La kermesse heroica". Y para todos los que no la habéis visto, también. 

Falacias como las cifras que le quieren adjudicar a la Inquisición Española, cuando en Alemania, Inglaterra y Francia batieron todos los records de ordalías, tormentos y quemas de "brujas" (hay estudios que contabilizan unas 25.000 en Alemania por 300 en España, por ejemplo) o la falsedad de ciertos instrumentos de tortura, como la doncella de hierro. El capítulo sobre el supuesto genocidio en América es literalmente para enmarcar:

"Cualquier invasión, conquista, o cosa parecida a lo largo de la historia de la humanidad, ha aportado cosas brillantes. Alejandro Magno, el maravilloso helenismo. Roma, el progreso civilizatorio. Las invasiones germánicas acaban en el llamado 'Renacimiento carolingio'. Las invasiones árabes, bueno, esas ya la repanocha. Aportaron conocimientos, arquitectira, higiene pública, poesía...¡hasta fundaron ciudades como Córdoba según se enseña en ciertas universidades! ¿Y España? ¿Qué ha hecho España por América? ¡Pues 'genocidiarla'!"

Cada capítulo desmonta, ladrillo a ladrillo y falsedad a falsedad, todas las patrañas que se nos quieren hacer tragar. Que los Reyes Católicos eran fachas porque en su escudo de armas figuran el yugo y las flechas (qué habilidad la de Franco y los suyos para viajar en el tiempo) obviando que se trata de las representaciones de las dos iniciales de sus nombres. O que el águila de Padmos de ese mismo escudo es el "pollo" de la franquista. O que la reina Isabel era de higiene distraida. O lo de la expulsión de los judíos, que hay sesudos estudiosos que dicen que fue la inspiración de Hitler para su "solución final". Facherío que heredó su nieto, Carlos I (lo de V se lo dejo a los alemanes, que estamos en España) y que llegó a Felipe II que, en realidad, era Belcebú disfrazado. Os aseguro que cada capítulo da para aprender, sonreir e indignarse a partes iguales.

Usando un lenguaje cercano, casi de conversación entre amigos. Javier Santamarta consigue que el menos interesado por la Historia acabe sintiendo una irremediable curiosidad hasta la última de sus páginas. Cerrar los capítulos al uso con la voladura del Maine, organizada por los propios EE.UU. para conseguir una excusa para declararle la guerra a España, me parece un acierto. Nunca la prensa fue tan amarilla ni tan decisiva a base de trolas. También me parecen fantásticas las páginas centrales, con fotografías de documentos, monedas y cuadros que ilustran perfectamente la lectura. 

A fecha de hoy me sigue pareciendo mentira y me irrita profundamente el desconocimiento de nuestra propia historia. Eso es lo que permite que sigan cuajando falacias de todos los tamaños, que se repiten hasta la saciedad. Pero eso no las convierte en ciertas. Los ingleses y los franceses, que se venden muy bien, tienen muchas más páginas negras en su historia que nosotros, pero ellos evitan las malas noticias. En Francia, lo de la Guerra de la Independencia de España lo pasan muy de puntillas (del 2 de mayo madrileño no tienen ni idea, literalmente). En Inglaterra juran y perjuran que Nelson jamás fue derrotado y eso que tuvo que salir de Tenerife con todo el trapo desplegado y con un brazo menos.

Hacedme caso y venid a conocer estas Fake News del Imperio Español, porque hasta el menos ducho en Historia va a conocer y comprender muchas cosas. No os dejéis llevar, ni en esto ni en ninguna otra cosa, por lo que se vocea: puede que arme más ruido, pero suelen contar la verdad. Y sintámonos orgullosos de lo que fuimos, porque de ahí venimos y aquí estamos. Sin cacicadas, ni extremismos, solo contrastando datos. Os aseguro que, además, os lo vais a pasar muy bien.


 


viernes, 15 de octubre de 2021

¡PELAYO! de José Ángel Mañas

La mítica batalla de Covadonga está en nuestra memoria colectiva como aquella que permitió a los cristianos, encabezados por don Pelayo, comenzar la Reconquista para recuperar el territorio que los musulmanes habían ocupado a sangre y fuego tras vencer a don Rodrigo en la batalla de Guadalete, victoria que pudo ser posible gracias a la traición del conde don Julián y los hijos (o hermanos, depende de las fuentes) de Witiza. Recuerdo siempre la anécdota con mi hermana, poseedora de muchos talentos, habilidades y sabidurías, pero una auténtica negada para la Historia: suele decir que lo único que fue capaz de aprenderse era lo de "la victoria de don Pelayo en Covadonga no pasó de ser una mera escaramuza", que les repetía su profesor de la materia. De ahí en adelante, poca cosa. Ni le gusta ni le llama y para dudas o ayuda de sus hijos me suele pedir socorro. 

En los últimos años parece que el interés por la España visigoda ha ido creciendo, sobre todo a nivel de novela histórica. Y es cierto que es un periodo apasionante, con importantes avances en el campo de las leyes y con unas luchas de poder que darían hasta para series o películas. Pero don Pelayo se nos difumina. Realmente ¿quién era, de dónde venía? Pocos datos ciertos y seguros hay de él. Dos crónicas del siglo IX recogen parte de su vida, pero sobre todo para incidir en su legitimidad para acceder al trono, para marcar una continuidad con lo que fue el reino visigodo con capital en Toledo. Certezas absolutas, muy pocas. Y con eso juega José Ángel Mañas para escribir su novela, una ficción histórica que resulta muy entretenida de leer, pero que ha de tomarse con lo que es. Vayamos, pues, al siglo VIII de su mano a descubrir lo que nos ha preparado.

LA LARGA SOMBRA DE DON RODRIGO

Adosinda, hermana de Pelayo, toma la voz y la palabra para narrarnos en primera persona los hechos sucedidos entre la derrota de los ejércitos de don Rodrigo en el año 711, tras el desembarco de los musulmanes al mando de Tariq, hasta la victoria de su hermano y sus hombres en el 722 en Covadonga. Adosinda se nos muestra como una testigo privilegiada de la mayor parte de lo acaecido y nos hablará también de la infancia y la juventud de Pelayo, de su cercanía como espatario al rey Rodrigo, de su profundo deseo de dedicarse a la vida religiosa, de sus vaivenes emocionales. Pero también nos relata su propia vida y la de aquellos que acompañaron a Pelayo, un relato marcado, de alguna manera, por un cierto resquemor primero y, posteriormente, por un odio cada vez más acusado. Una historia llena de pocas luces y muchas sombras, de pactos y matrimonios de conveniencia, de tensión, de conjuras y traiciones. 

Narrar en primera persona en una novela de este tipo me parece a la vez valiente y muy arriesgado. Es cierto que el relato de Adosinda convierte a los personajes en cercanos, podemos conocer sus miedos, sus decisiones y sus pasos desde su posición tan próxima al protagonista. Pero en muchos momentos esa voz, aún siendo la suya, desaparece al contarnos sucesos, viajes y hechos que ella no pudo ver ni compartir. Ahí es cuando me ha chirriado un poco: por muy bien que le llegasen las noticias, es complicado dar una visión tan perfecta, diálogos de los protagonistas incluídos, por parte de Adosinda. Y ella la da. No quiero decir con esto que la novela avance a trompicones ni que estos episodios rompan la unidad del argumento, es solo una impresión personal. Otra cosa que no me ha convencido es cuando hablan "lugareños" de Concana, en la actual Cantabria, lo hacen con ese localismo tan suyo de terminar las palabras en "u" (religiosu, pueblu) o con términos propios (cova, lloca). Aparte de su lengua propia, el autor asegura que hablaban un "tosco latín", por eso me parece una licencia excesiva. Supongo que lo hace para marcar sin género de duda el lugar donde Pelayo está, pero, igual que en el caso anterior me chirría.

Hay, como os decía al principio, pocos datos sobre don Pelayo que podamos considerar absolutamente ciertos. Las fuentes escritas sobre su vida, la Crónica Albendense y la Crónica del rey Alfonso III, ambas del siglo IX, aportan una visión casi global, genérica. De hecho, en la primera, ni siquiera aparece junto a don Rodrigo. Es en la segunda, en su versión más "vulgar" (la conocida como Crónica Rotense), en la que sí aparece como espatario de Rodrigo, cuenta su huida tras la derrota, sus relaciones con Munuza, su viaje a Córdoba desde Asturias y lo que es más importante para esta novela, la existencia de una hermana a su lado. Imagino que las fuentes del autor van más en este sentido, porque es poco más o menos el periplo que Pelayo va realizando en la novela para acabar convirtiéndose en quien fue, incluyendo la huida a Mérida, la muerte de Rodrigo (que también está envuelta en el misterio), la llegada a Asturias y el viaje que realiza a Córdoba para entrevistarse con el cadí y quejarse por el aumento de los impuestos que Munuza ha ordenado.


Lo que Mañas ha hecho ha sido rellenar los huecos utilizando la información (escasa) que hay sobre la época, un momento histórico profundamente convulso, complicado y lleno de enfrentamientos en una Hispania arrasada. Adosinda nos da una imagen poco "romántica" de don Pelayo. Nada de héroe que sabe lo que ha de hacerse y cuando, sino un hombre lleno de dudas, a quien se le echa abajo su vocación religiosa y que, en muchos momentos, ni siquiera sabe por dónde ir. Ella es un poco la voz de su conciencia, la que trata de hacerle ver cuál es su obligación y lo que la sangre de su estirpe le grita, ya que en la narración se le hace descendiente de Favila, duque de la nobleza visigoda, hecho solo recogido en su crónica por el obispo Sebastián, sobrino de Alfonso III. Adosinda sufre por no ser ella quien tome las decisiones y sufrirá más tarde por amor en dos ocasiones, culpando de ello a su hermano.

Los once años que transcurren desde la derrota de don Rodrigo a la victoria en Covadonga pasan ante nuestros ojos a buen ritmo (la novela tiene apenas 315 páginas), con más de un salto temporal hacia adelante en busca de agilizar la trama. Desde luego, la visión que Adosinda da de su hermano se aleja muchísimo del gran guerrero unificador, del creador de la nueva estirpe de reyes astures. A veces, desde su mirada, puede parecer francamente odioso. Es como si se le borrase la luz bajo la que estamos acostumbrados a mirarle. Pero creo que sí puede favorecer para recuperar el interés por su figura que, a pesar de lo que supuso su victoria, históricamente es casi un misterio.

¡Pelayo! es una novela muy entretenida, que se lee con facilidad y que, sin grandes descripciones y con bastante precisión, nos sumerge en la época y en la vida de sus protagonistas y en la que José Ángel Mañas ha puesto corazón y ganas. Una novela que nos hace, quizá, buscar otras miradas a quienes fueron Rodrigo, Pelayo, Tariq o Egilona, esposa de don Rodrigo. Incluso, como ya me ocurrió con la novela de José Zoilo, El nombre de Dios, recuperar aquellos maravillosos romances de la pérdida de Hispania por culpa del "encadilamiento" de don Rodrigo por Florinda, la Cava.

Y sin querer restar méritos a la novela, que los tiene, quizá debería haberse cuidado un poquito más la edición, ya que hay algunos errores que no son graves ni afectan al relato pero que a mí particularmente me han saltado a los ojos (ya conocéis mi tendencia a detectarlos). Alguno en concreto como si el autor se hubiese planteado escribir la novela en tercera persona y, al pasarlo a primera, ciertas frases se han quedado ahí. Lo importante es recordar, siempre lo digo. No podemos dejar de recordar lo que fuímos, lo que hicimos, porque gracias a ello somos lo que somos. Y don Pelayo merece ser reconocido y recordado porque, gracias a él y a quienes le sucedieron, no vivimos bajo la media luna del Islam. ¡Pelayo! es una buena manera de hacerlo.


 


miércoles, 13 de octubre de 2021

LA CALLE DE VALVERDE de Max Aub

Sé que con todas las posibles lecturas que suelo tener y la cantidad de libros que andan por mi casa (a veces colocados y a veces no) casi colonizándola en una especie de alegre verbena de portadas y títulos, es raro, pero suelo releer. Hay algunos títulos a los que vuelvo en determinados momentos, a veces para disfrutarlos por entero y, en ocasiones, para recordar pasajes o capítulos que me llegaron dentro de forma especial. Me encanta regresar a los cuentos de Julio Cortázar porque me transportan o ponerme a transitar de nuevo las calles de Macondo. O las de la aldea que vio crecer a Daniel el Mochuelo. También a libros de Historia pura y dura, muchas veces buscando algún dato concreto y otras para recolocar mis recuerdos. Por eso celebré tanto recordar el libro que hoy os traigo, un libro que leí cursando COU y no porque fuese una de las lecturas de la asignatura de Literatura, sino por recomendación de un profesor enamorado de su asignatura. Gracias a las colaboraciones con las que participo en el programa de Onda Madrid Esto es Otra Historia volví a esta peculiar joya. Y cómo la disfruté de nuevo. 

Posiblemente para muchos La calle de Valverde sea una obra completamente desconocida, pero me permito, desde aquí, recomendar su lectura. Sobre todo para conocer aquel Madrid y aquella España anteriores a la Segunda República, pero conocerlos a pie de calle, junto a una pléyade de personajes muy peculiares que habitan una casa de huéspedes sita en la céntrica calle Valverde, al costado del Edificio de Telefónica en la Gran Vía. Y, también, para recordar a Max Aub como autor, un francés de padre alemán que cuando tuvo que trasladarse a España con su familia y aprendió nuestro idioma (a una velocidad pasmosa, todo hay que decirlo), declaró que no podría escribir en otra lengua. Un escritor diferente que tuvo gran amistad con muchos de los autores de la Generación del 27 y que había obtenido la nacionalidad española, de la que presumía, junto a toda su familia en 1916. Acabó exiliándose en 1939 a México y solo volvió a España en dos ocasiones: en 1969 y 1971. Pero sobre todo os la recomiendo porque os va a sorprender y a hacer sonreir más de una vez. Como os decía, es una curiosa y brillante joya.

UNA CIUDAD ENTERA EN UN EDIFICIO

España está sumida en la dictadura de Primo de Rivera y Madrid, la vieja ciudad con muchos recodos provincianos aún, está comenzando a asomarse a la modernidad: se construyen nuevos edificios y parques, los coches circulan cada vez con más asiduidad. Pero ninguno de los personajes, reales o imaginarios, que caminan cada día por la calle de Valverde puede siquiera imaginar lo que está por llegar: primero la República; después la terrible Guerra Civil. En La calle de Valverde seremos testigos de la vida común y corriente de los vecinos y también de la vida intelectual del momento, en una novela que se inicia en el ambiente de la portería de la calle Valverde 32, un solar con cierta solera decimonónica. Dividida en siete partes, en cada una de ella Max Aub utiliza a sus personajes para hablar sobre las noticias que recorrían Madrid por entonces pero, sobre todo, para descubrirnos lo cotidiano, los encuentros, las conversaciones, incluso algún que otro suceso luctuoso que alborota al vecindario. La casa y la calle se convierten en un trasunto del Madrid de esos años que, en la novela, Max Aub describe como "Una inmensa casa de huéspedes en la que se albergan jóvenes que hacen oposiciones y viejos que las hicieron. Lo demás es teatro."

La calle de Valverde se publicó por primera vez en 1961 en México. ¿Por qué allí? Pues porque en 1959 la Inspección de Libros del Ministerio de Información y Turismo recibió una instancia para publicarla en España bajo el sello de Seix Barral. El obligado informe censor de la obra dijo de ella: "Es una novela costumbrista que la que se intenta reflejar la España del tiempo del general Primo de Rivera. Puede publicarse con salvedades". Y de ahí en adelante venían las "salvedades" en forma de enormes tachones en color rojo que, a veces, suprimían capítulos enteros. Una orgía de color rojo que, inmediatamente después, pasó al censor eclesiástico, cuyas correcciones y partes del texto tachadas se hacían en azul. Si se hubiese publicado con tanto corte y tanta supresión, de novela habría pasado, con suerte, a un relato corto. 


La calle de Valverde transcurre entre los años 1926 y 1927 y refleja maravillosamente el ambiente de los años anteriores a la Segunda República. Pero sobre todo es un retrato fabuloso de la sociedad madrileña de esos años, centrándose en los habitantes de un inmueble de la céntrica calle Valverde. En él encontramos a opositores de provincias, escritores en ciernes, pintores que aspiran a ser reconocidos, porteras, prostitutas de cierta edad, obreros, trabajadores... todos pasan por delante de nosotros con ss logros y sus miserias. Es el día a día de todos y cada uno de ellos que se enfrentan a los vientos de cambio que empezaban a soplar en España.

La novela es muy coral, a veces podríamos pensar que hay un exceso de personajes, pero a medida que vamos avanzando en la lectura nos daremos cuenta de que todo tiene una finalidad, todo encaja. Es una novela muy mundana, profundamente costumbrista, con destellos brillantísimos de crítica política y unos diálogos absolutamente geniales, de una naturalidad asombrosa, llenos de frases coloquiales y para nada encorsetados. Desde ese dificio de la calle Valverde podemos hacernos una idea clara de cómo era Madrid entonces y, por extrapolación, toda España en un momento histórico poco tratado en la literatura, con la Gran Vía recién construída, una monarquía vieja y haciendo aguas y un dictador, Primo de Rivera, que se consideraba "padre" de todos los españoles.

Hay un poco, si me permitís la licencia, de cine de Berlanga en todos los personajes y en muchas de las situaciones y también en el humor que Max Aub destila en toda la novela, una obra llena de ingenio, de personajes humildes que se buscan la vida como pueden. Y de madrileños comunes que hablan como respiran: sin parar y de todo. Brillante, diferente y con muchas frases para enmarcar, La calle de Valverde tiene mucho por descubrir. Muñoz Molina la definió como una "genial gamberrada". Asomaos y veréis.

"A cualquier hora, la calle de Valverde parece de provincia. No que no sea madrileña - lo es como la primera -, pero entre la bullanguería de la de Fuencarral, la algarabía de la Corredera, el tráfico de la Gran Vía, da la impresión, a los pocos que por ella transitan, de un regreso a tiempos pasados; vuelta atrás, como si, todavía, en vez de la Avenida de Pi y Margall y de la de Eduardo Dato que empieza a continuarla, la Gran Vía fuera aún la calle del Desengaño. En cien metros se retrocede cien años. Todo callado, serio, gris, blanco, negro, las sombras más acusadas. Las luces municipales no pasan todavía, ahora, en 1926, de los faroles de gas, adosados de trecho en trecho, a las paredes de las casas quintañonas de las que sobresalen las oscuras vigas de los aleros cortos. El silencio es grato."

 

viernes, 8 de octubre de 2021

LOS CAFÉS LITERARIOS DE MADRID (ESTO ES OTRA HISTORIA)

En pocas cosas nos ponemos de acuerdo los españoles. Parece que llevamos en los genes el gusto por la disputa, por llevar la contraria o, simplemente, tenemos un arte especial para tocar las narices. Ni siquiera a la hora de tomar café; basta ver cualquier mesa de una cafetería con más de dos personas para darnos cuenta: cortado, con leche largo de café, solo, con hielo, con leche fría, para mí un poleo, gracias. Pero al abrigo de esos cafés o de unas cañas o de unas copas tras la cena, disfrutamos de nuestro real deporte nacional: hablar de todo. De lo divino y lo humano. Fútbol, política, la familia, el trabajo, cualquier tema es bueno para ponerlo sobre la mesa y dirimirlo en común. Podemos pasar horas así y para muchos es la mejor terapia después de una semana para olvidar. Supongo que por eso los llamados cafés literarios, las tertulias en ciertos locales que llegaron a adquirir gran fama, gozaron, durante tanto tiempo, de tan buena salud. Hoy día han caído en el desuso y casi en el olvido. Alguna queda en el Café Gijón, que sigue manteniendo alto el estandarte, pero hablar entre nosotros parece que se está olvidando. Las pantallas nos roban la atención y la discrepancia de ideas, en lugar de dar pie a un coloquio enriquecedor y apasionante, hace que nos brote lo peor y se pasa al insulto con una facilidad apabullante. Como si no dejase de perseguirnos, como una maldición, ese poso negro, visceral y de navajazo fácil del que tantas veces habla mi admirado Pérez Reverte.

Pero vayamos al tema que hoy quiero poner sobre la mesa y nunca mejor dicho: contaros cuáles fueron algunos de los más famosos cafés literarios de Madrid pero también de dónde vienen y su evolución, que seguro que puedo sorprenderos. Y es que a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX Madrid se convirtió en sede de un importante número de estos cafés literarios en los que artistas, escritores, filósofos, periodistas e intelectuales de todo tipo organizaban tertulias en las que tanto se analizaban sus obras y las de otros como se impulsaban nuevas tendencias literarias y hasta políticas


Un antecedente de estas "tertulias cafeteras" fueron las academias literarias del Siglo de Oro, en las que se reunían poetas y dramaturgos en el domicilio de algún noble o personaje encumbrado. En ellas se discutía de temas literarios e, incluso, llegaban a componerse poemas "en directo" y pequeñas obras para ser leídas en el transcurso de las mismas. En Madrid la más famosa fue la Academia Mantuana, en la que Lope de Vega leyó por vez primera su "Arte nuevo para hacer comedias". De ellas derivó la Academia del Buen Gusto que entre los años 1749 y 1751 reunía a sus miembros en un local de la Plazuela del Ángel convocados por Josefa de Zúñiga, condesa de Lemos. Y un par de décadas después tomó cierta fama la Tertulia de la Fonda de San Sebastián, fundada por Nicolás Fernández de Moratín, cuyos componentes, todos admiradores de la Ilustración francesa, hablaban sobre los ideales de Rousseau, apostaban por una literatura mucho más vanguardista y por el teatro neoclásico. A ella acudían regularmente Félix María de Samaniego, Tomás de Iriarte, Jovellanos y Francisco de Goya.


Las mentes más liberales encontraron, durante el siglo XIX, acogida en cafés como el Lorenzini (en la cale de Cádiz, un callejón poco transitado entre las calles Carretas y Espoz y Mina) y La Fontana de Oro (en la calle Victoria 1, a escasos metros de la Puerta del Sol), a la que Benito Pérez Galdós dedicó una novela
. En ellos se acogió con alborozo el pronunciamiento de Riego. La llegada del Romanticismo llevó las veladas y la fama al Café del Príncipe, junto al Teatro Español, cuya tertulia se denominaba El Parnasillo y acudían personajes tan conocidos como Zorrilla, Mesonero Romanos, Bravo Murillo y Mariano José de Larra que, aunque asiduo, decía que el local era "reducirdo, puerco y opaco". Todo un carácter, nuestro Larra. 

En la segunda mitad del siglo XIX toma relevancia el Café de Levante, pero el situado en la calle Arenal (había tres locales en Madrid con el mismo nombre) porque a él acudía Valle Inclán y todos conocían su mordaz sentido del humor. Dicen que en este café Valle se inspiró para crear a Max Estrella. Y a la estela del Levante, otros cafés míticos como el Pombo de la calle Carretas, famoso por su leche merengada y al que solía ir frecuentemente Ramón Gómez de la Serna; el Café Comercial de la Glorieta de Bilbao, felizmente reabierto y recuperado con brillantez; el Café de la Montaña, que estaba en lo que hoy es una tienda de una conocida marca de tecnología en la Puerta del Sol y en cuya puerta, en una pelea a bastonazos con el periodista Manuel Bueno, Valle Inclán perdió el brazo; el Suizo y el Fornos, que casi estaban frente a frente, en la calle Alcalá esquina a la calle Sevilla y, por supuesto, el Café Gijón, en el que era fácil ver a Baroja, a Ramón y Cajal, a Pérez Galdós, a Camilo José Cela... Respecto a Cela, tanto el Gijón como el Comercial se disputan el mérito de haber sido la inspiración para "La colmena", su gran novela. Ahí sigue el Gijón, en el Paseo de Recoletos, en buena forma y con su evocador aire bohemio.


No quiero terminar sin contar una anécdota protagonizada por Valle Inclán, cuya fama de pendenciero y de gastar un acusado "mal café" era mítica. La anécdota me la contó un familiar muy querido que ya falleció y es posible que sea apócrifa, porque no la he encontrado reflejada en ningún sitio, pero es tan representativa que creo que merece la pena. Se dice que en una de las tertulias a las que acudía Valle solían sentarse a prudente distancia, y solo como oyentes, jóvenes aspirantes a escritores, impresionados por las conversaciones de los grandes. Su máxima aspiración era que, en algún momento, les dejasen leer alguna de sus obras y ser escuchados y aconsejados y, para ello, se dejaban un dinerito invitando a cafés o licores. Había uno especialmente insistente que estuvo yendo meses y meses y, finalmente, se le permitió leer uno de sus poemas ante la cara de malas pulgas de Valle Inclán, que detestaba este tipo de "detalles". Apenas llevaba el joven rapsoda recitados tres o cuatro versos, cuando del lugar en el que estaba sentado Valle surgió un escandaloso rebuzno que retumbó en toda la sala. Pálido, el poeta preguntó con la voz entrecortada que quién había sido. Y el irrepetible Valle, con toda tranquilidad, soltó:

- Nadie, es que hay eco. 

Lo cierto es que "si non e vero, e ben trovato".

¿Tomamos un café?





miércoles, 6 de octubre de 2021

LOS DIEZ ESCALONES de Fernando J. Múñez

Me gusta mucho cuando los autores deciden romper por completo con la novela que les ha reportado más o menos fama y se lanzan de cabeza a tramas diferentes, a épocas distintas. Aunque su esencia como escritor esté presente, saber girar y mimetizarse con una nueva historia que en nada se parece a la anterior es, en mi opinión, una muy buena señal para tenerle en cuenta como autor a seguir. Conocí a Fernando J. Múñez como escritor como creo que casi todos: cuando publicó La cocinera de Castamar, un libro que le ha reportado reconocimiento y que se ha llevado a la pequeña pantalla en forma de serie. Y a él, personalmente, en la Feria del Libro de Madrid de 2019, gracias a un divertido encuentro dentro de la propia feria que organizó la editorial. Lo que más me llamó la atención fue su alegría, la complicidad sonriente que mostró en todo momento y la felicidad que irradiaba viendo a su "criatura" ponerse de largo. Nos ganó a todos, creo.

La cocinera de Castamar me gustó como lectura, pero mi querencia por la novela histórica ha hecho que Los diez escalones me haya gustado más, a pesar de algún pequeño "pero" que más adelante os contaré. Aunque ya os adelanto que no son "peros" graves ni que ensombrezcan la novela; además son impresiones personales de las que, por supuesto, podéis discrepar. Nos vamos a la Castilla del siglo XIII y el recorrido va a ser muy interesante.

"AÚN NO SE HA ESCRITO NINGÚN LIBRO DONDE EL ASESINO SEA EL LECTOR." - UMBERTO ECO.

El cardenal Alvar León de Lara regresa a la abadía cisterciense de Urbión, en la que se formó y pasó su juventud, a petición de Rafael, su antiguo mentor y prior del monasterio. La petición es urgente, pero Rafael solo le hace saber que ha encontrado un extraño manuscrito de cuya lectura, de caer en malas manos, podrían derivarse consecuencias muy peligrosas. Alvar vuelve a la abadía después de veinte años de ausencia. De allí partió con el corazón desgarrado por el amor imposible de Isabel y ahora, quizá, deba enfrentarse de nuevo a ella además de conocer lo que su maestro quiere desvelarle. Un poco antes de llegar a la abadía, Alvar se encuentra con Mario, el joven monje que se le ha asignado como ayudante y que ha acudido a su encuentro.

A su llegada, Rafael le explica que un gran y terrible secreto se esconde tras los muros que les rodean, algo que puede, incluso cambiar el rumbo de la cristiandad y quiere que Alvar le ayude con él. Pero antes de que pueda detallarle qué es y qué sucede, Rafael muere envenenado. El ambiente enrarecido que Alvar ha detectado desde que cruzó las puertas de la abadía se tensa aún más. Hasta sus antiguos compañeros parecen mirarle con recelo. La muerte de Rafael abre la puerta a un infierno inesperado: enigmas escondidos, crímenes inexplicables, extraños símbolos, pistas que pueden conducir a un peligro cierto...Alvar deberá enfrentarse a todo ello y hacer lo posible por saber la verdad de lo que le contó Rafael y quién está detrás de todo. También luchar contra sí mismo cuando vuelve a tener enfrente a la mujer que ha marcó su vida, incluso habrá de pelear por mantenerse vivos.

Antes de seguir, he de confesaros algo: cuando comencé la novela e iba avanzando en la historia, torcí el gesto. Había tantas cosas que me recordaban a la monumental El nombre de la rosa (libro que forma parte de mis relecturas obligadas cada cierto tiempo) que me dio la sensación de que el autor trataba de seguir su estela demasiado cerca. Y mi vena tiquismiquis se activó con todas las alarmas. Pero al mismo tiempo me gustaba lo que estaba leyendo, el modo de narrar de Fernando J. Múñez, así que decidí quedarme y disfrutar sin más. Fue una muy buena decisión, desde luego. 


 La ambientación es, quizá, lo mejor. No solo la recreación de la época, sino lo bien que nos encierra Fernando dentro de los muros de la abadía, la sensación de peligro, la tensión siempre constante con el ritmo justo. El mundo religioso dentro de la abadía también se nos muestra con detalle: la fe y el miedo al infierno, la devoción, pero también las dudas a las que se enfrentan los monjes, su naturaleza humana pugnando por saltar por encima de los votos.  

Hay también momentos duros, con el maltrato y la violencia sexual como telones de fondo. Ahí es donde la figura de Isabel, que tras la partida de Alvar veinte años atrás se vio obligada a casarse con Sancho Osorio, cobra dolorosa importancia. Pero ella es una mujer que, aunque vive la época que le ha tocado con sus obligaciones, sus silencios y sus renuncias, sabe sobreponerse a lo peor y saca fuerzas de donde ya parece que no quedan. Tanto ella como Alvar me han parecido dos personajes poderosos, de esos a los que el lector se queda pegado y sufre, ama y vive con ellos. A Mario es imposible no cogerle cierto cariño: le vamos a ver madurando a marchas forzadas siempre al lado de Alvar, fiel y comprometido. Alvar, a pesar de su condición religiosa, es valiente, entregado y leal, todas las buenas condiciones del caballero medieval, pero, a su vez, tiene una fantástica capacidad de raciocinio, es observador y sabe sacar conclusiones. Desde mi punto de vista tiene una pizca de fray Guillermo de Baskerville, otra de Sherlock Holmes, un poquito de la disciplina y valores templarios y una ligera sombra del agente Pendergast. Aunque seguramente todo esto es solo cosa mía.

En mi opinión Los diez escalones, aún siendo una novela histórica por el contexto en el que se sitúa, tiene un mestizaje interesante: es también un thriller intenso, con crímenes y misterios por resolver, y muestra algunos toques de novela de aventuras. Además, como os decía más arriba, está escrita de un modo muy cuidado, tratando de ser fiel al momento histórico en el que está. La narración fluye y la lectura se hace bastante ágil. Y aquí uno de mis "peros": creo que, en ocaciones, el autor le da un exceso de importancia a detalles que luego resultan nimios o apenas tienen importancia y eso provoca un exceso de páginas en algunos momentos. Personalmente hubiese acortado algunas cosas, pero es verdad que esto no afecta al resultado final. Además el ritmo no deja de aumentar, en la parte final es casi trepidante. Entre esto y las ganas que tienes de saber qué sucede, de quién es el responsable de lo que sucede y de que se de respuesta a todos los misterios, las últimas cien páginas volaron en mis manos.

Una semana es el tiempo que recorre la trama de Los diez escalones. Una semana llena de intriga, de asesinatos, de dolor, de misterios por resolver y también de amor. Y es que, en ocasiones, basta una semana para recolocar el mundo que nos rodea o terminar por echarlo abajo. Leed la novela y descubrid cuál de las dos opciones triunfa.



lunes, 4 de octubre de 2021

CAMPOS DE GLORIA de Pedro Santamaría

Cada vez que Pedro Santamaría publica una nueva novela tengo dos cosas muy claras: que me lo voy a pasar en grande leyendo y que me voy a encontrar con una historia perfectamente armada, documentada y bien anclada a los hechos históricos. Y que su parte de ficción, tan lógica y necesaria en cualquier novela histórica que se precie, no va a chirriar ni va a estar metida con calzador para que cuadre con determinados hechos. La llegada a mis manos de Campos de Gloria sirvió para corroborar todas mis certezas con respecto a Pedro y a su narrativa: es, como siempre, muy entretenida (y esto no conlleva el matiz peyorativo que algunos quieren darle al adjetivo), ágil, intensa y original en su planteamiento. Si ya en El ateniense me fascinó su modo de presentar al protagonista y contar su vida sin ponerle a él en primer plano y haciendo que le conociéramos a través de las voces de otros, en la novela que hoy os traigo nos lleva a la batalla de los Campos Catalaúnicos, ocurrida en el año 451 d.C. y, prácticamente, nos la cuenta hora a hora desde la perspectiva de todos los que tomaron parte en ella.

En un momento histórico poco tratado y también poco conocido como fueron los últimos años de existencia del Imperio Romano de Occidente y de Roma como capital del mundo, Pedro Santamaría sabe reflejar la impotencia de sus defensores, la amenaza creciente de las hordas de Atila, los movimientos para conseguir pactos que aumenten el número de guerreros que se enfrenten a ellas y, también, la corte de Rávena de Valentiniano III, un emperador incapaz y veleidoso perdido en un mar de conspiraciones. 

BELLUM OMNIUM CONTRA OMNES

En el año 450 d.C., Atila ha extendido su imperio desde el Rin hasta el Mar Negro. Sus hordas invencibles han sometido a las tribus germánicas y derootado una y otra vez a las tropas del Imperio Romano de Oriente, que ahora le paga tributos para mantener la paz. Desde el Danubio a Constantinopla, todo está arrasado. Flavio Aecio, general de las tropas romanas de occidente, sabe que más pronto que tarde les va a llegar el turno. El imperio de occidente está débil y solo. La provincia de África ha caído en manos de los vándalos, los suevos campan a sus anchas por Hispania y al sudoeste de la Galia, con capital en Tolosa, se ha creado el reino godo. La corte del emperador Valentiniano III, en Rávena, es un nido de víboras, llena de conspiraciones y traiciones con un emperador incapaz de tomar decisones y excesivamente joven. Flavio Aecio sabe que si quiere salvar lo que queda de Roma tendrá que pactar con sus antiguos enemigos, los godos de Teodoredo, y enfrentarse a Atila en la que será la última gran batalla del ejército romano. Un batalla de una sola jornada en la que el destino de occidente se dirime a todo o nada. 

Obviamente, con estas premisas ¿quién no se lanzaría de cabeza a la lectura? Pedro Santamaría, con la agilidad narrativa que le caracteriza y que ya es marca de la casa, nos va llevando a todos los escenarios y junto a cada uno de los protagonistas principales. Qué fácil es ponerse del lado de Flavio Aecio, con su sentido del deber y de la lealtad a pesar de que todo lo que le rodea se cae a pedazos. La decadencia del Imperio Romano de Occidente, y en Campos de Gloria hay párrafos fabulosos que lo reflejan, es lo más parecido al final de un sueño perfecto. Una gran civilización que se derrumba con estrépito pero en la que aún quedan muchos con el espíritu que la levantó y la hizo poderosa dispuestos a defenderla.

Estaremos junto a Flavio Aecio, pero también junto a los godos (esos godos que han sido el hilo conductor de las últimas novelas de Pedro). Seremos testigos de sus decisiones  y también de la ambición de Atila, cuyos ojos están fijos en Roma. Y en los pasillos del palacio de Rávena asistiremos a las maquinaciones e intrigas que se esconden tras cada esquina. 

De nuevo los personajes protagonistas saltan de las páginas de la Historia para hacerse muy humanos, muy próximos, algo que, al igual que el ritmo, es habitual en las novelas de este autor. Luces y sombras, dudas, decisiones, miedos... todo se nos muestra con naturalidad, sin crear estereotipos. Y, aunque vayamos saltando de una facción a otra, creo que es Flavio Aecio el que mayor peso lleva, sin desmerecer a Teodoredo, al propio Atila o a Turismundo. Está mostrado de tal modo que no pude por menos que admirarle y comprender cada paso que da porque sirve a un fin mayor, sirve a la gloria de Roma, aunque esta gloria ya casi sea solo un recuerdo. Lo que sí señalaría, y no es una crítica sino una apreciación persnal, es que al ser una novela ambientada en un momento histórico concreto y muy corto, la evolución de los personajes, que suele ser una de las grandes bazas de Pedro Santamaría, no está tan desarrollada como en las novelas anteriores. Cierto es que tampoco hay "tiempo" para ello: los hechos fueron los que fueron.

Las escenas de batalla tienen ese matiz épico necesario pero también miedo, dolor y muerte, como no puede ser de otra manera. Pero llenan. Enardecen a veces y emocionan otras. Si te dejas llevar, casi puedes sentirte dentro de ella y creo que es por la naturalidad con la que Pedro cuenta y relata. La batalla de los Campos Catalaúnicos fue la última gran hazaña del ejército romano, un clímax atronador antes de que el telón se desplomase sin remedio apenas 25 años después, con la caída definitiva de Roma. Pero también marcó el principio del fin del imperio que Atila había levantado y, curiosamente, estas dos caídas propiciaron el nacimiento de los diferentes reinos germánicos, como los visigodos que llegaron a Hispania y que estaban profundamente romanizados. Ellos mantuvieron aún unos siglos la luz de lo que fue Roma. 

Hay un detalle en la novela que a nivel personal me ha encantado: un guiño a la figura del mítico rey Arturo. Una de las teorías es que él y sus caballeron (algo que se reflejó en la película El rey Arturo, protagonizada por Clive Owen) eran realmente soldados sármatas integrados en las tropas romanas de Britania. Aquí aparece un Flavio Artorio que llega de Britania solicitando ayuda a Aecio para luchar contra las invasiones sajonas. Supongo que la mayoría ya sabéis que mi hijo mayor se llama Arturo precisamente por mi pasión por las leyendas artúricas, por el gran Arturo de Camelot, así que este episodio me ha sacado una sonrisa muy cómplice.

Parece ser que Campos de Gloria es el final de la magnífica serie de novelas que Pedro Santamaría ha dedicado a los godos y creo que es un brillante cierre. Tiene todos los ingredientes para mantener el interés hasta la última línea, es apasionante, dinámica, está narrada con brío y, aunque de los hechos originales falten bastantes datos, Pedro ha sabido cerrar los huecos con una ficción sólida que no hace aguas por ninguna parte. Y por si algún aspirante a historiador con conocimientos muy sesgados quiere pensar que los Campos Catalaúnicos tienen algo que ver con Cataluña y su paisaje (que ya lo he escuchado y he sufrido escuchándolo), que sepa que aunque el enclave es impreciso, sí se sabe que tuvo lugar en la región francesa de la Champagna, cerca de la localidad de Châlons-en-Champagne (Chatalan).

Voy a echar de menos a los godos de Pedro Santamaría, pero estoy segura de que sus futuras novelas seguirán siendo apasionantes. Y pienso disfrutarlas todas.