martes, 7 de septiembre de 2021

LAS HUELLAS DE ERNEST HEMINGWAY EN MADRID (ESTO ES OTRA HISTORIA)

Este es el primer post que voy a dedicar a mis participaciones en el programa de Onda Madrid Esto es Otra Historia, presentado y dirigido por David Botello y Esther Sánchez, una delicia de una hora de duración para desayunar con una sonrisa (y aprendiendo) los domingos por la mañana. Y que, además, puede escucharse posteriormente en formato podcast para los poco madrugadores. Soy muy afortunada por tener amigos como David y Esther, que me ofrecieron ya hace meses un pequeño espacio para hablar de literartura en Madrid y, aunque empecé haciendo simples recomendaciones de libros, con el paso del tiempo me decidí a darle una vueltita de tuerca: la literatura son también los escritores, sus vidas, las anécdotas, la creación, el ambiente, las huellas que quedaron impresas en nuestras calles. Por eso hoy estreno "sección" con un grande: el autor estadounidense Ernest Hemingway, un enamorado de España y de Madrid. Visitaremos los lugares que él pisó, los que siguen en pie y los que ya son historia. Y escucharemos los ecos de sus recuerdos en sus novelas. ¿Me acompañáis?

PASIÓN, GUERRA Y RECUERDOS

En su novela Muerte en la tarde, Ernest Hemingway dijo: "Madrid es la más española de las ciudades de España. Cuando uno ha podido tener el Prado y al mismo tiempo El Escorial (...) y Toledo al sur y un hermoso camino a Ávila y otro bello camino a Segovia, que no está lejos de La Granja, se siente dominado por la desesperación al pensar que un día habrá de morir y dejar todo aquello.". A pesar de los tiempos duros que le tocó vivir aquí, siempre decía que habían sido los mejores años de su vida.

Y es que todos sabemos que el premio Nóbel visitó en muchas ocasiones España, y más concretamente Madrid, y se confesaba completamente enamorado. Ya en los años 20 del pasado siglo venía acompañado de su familia y lo hizo así hasta en nueve ocasiones. Posteriormente, durante la Guerra Civil, en los años 1937 y 1938, llegó a Madrid como corresponsal del North American Newspaper Alliance para cubrir como periodista el conflicto y en los años 50, como tantas fotografías y documentos gráficos lo avalan, era muy habitual su presencia en nuestro país, sobre todo para asistir a espectáculos taurinos.

Muchas calles, bares, hoteles y parques de Madrid han quedado inmortalizados para siempre en sus obras y en la mayoría de ellos también queda su recuerdo. Por ejemplo en el Restaurante Botín, lugar en el que transcurre la última escena de su novela Fiesta. Hemingway se hizo muy amigo de Emilio, entonces gerente del local, y le rogó encarecidamente que le enseñase a hacer paella. Pero el resultado fue un total desastre y, tras varios intentos, el escritor aseguró dejar las cocinas y seguir dedicándose a la literatura. 

También solía frecuentar el restaurante El Callejón, en la calle de la Ternera número 6 (calle en la que tuvo su vivienda nuestro héroe del 2 de mayo, el capitán Luis Daoiz), del que dijo en la revista Life que tenía "la mejor comida de la ciudad". Y, por supuesto, era un habitual de Chicote, el mítico local de la Gran Vía. En su relato La denuncia usa este bar como ejemplo del afecto que sentían sus clientes extranjeros por España y vuelve a darle protagonismo en su novela La quinta columna, en la que hay una amplia escena que se desarrolla en su interior.


Pero no solo de pan, buena comida y buenos vinos vive el hombre y Hemingway tenía varios hoteles de referencia en Madrid a los que le gustaba volver, como el Hotel Gran Vía (hoy Tryp Gran Vía) que cuenta con una placa en su entrada como recuerdo de la presencia del escritor, aunque a pesar de haberse alojado en varias ocasiones y haber escrito en él algunas de sus mejores crónicas sobre la Guerra Civil, en un artículo manifestó que el lugar "siempre le ponía furioso", sin dar demasiadas explicaciones. A pesar de ello, solía volver y también aparece como uno de los escenarios en La quinta columna. En sus primeros viajes a Madrid, con su familia, se quedaban en la habitación número 7 de la Pensión Aguilar (hoy Hostal Aguilar), en la Carrera de San Jerónimo.

Otro hotel que solía frecuentar era el Hotel Florida, que estaba en la Plaza del Callao y que, por desgracia, ya no existe. Este hotel sí que fue el escenario principal de La quinta columna, que, como vemos, es una novela profundamente madrileña, y tenía una característica única: era uno de los pocos edificios madrileños que en plena Guerra Civil contaba con agua caliente. Fue en sus pasillos y habitaciones donde Hemingway conoció a la reportera Martha Gelhorn, de la que se enamoró hasta el tuétano y en él vivieron buena parte de ese amor.


En la que es quizá la novela más conocida de Hemingway, Por quién doblan las campanas, se menciona al Hotel Gaylord, sito en la calle Alfonso XI, hotel que fue el más importante durante el transcurso de la Guerra Civil por todos los políticos, periodistas y personajes de cierta fama que se alojaron allí. El protagonista de la novela, Robert Jordan, dice de él una frase muy elocuente: "es demasiado bueno para una ciudad sitiada". De la mano de Jordan visitaremos también en la novela el Cuartel de las Brigadas Internacionales, que estaba en la calle Velázquez 63 y que hoy es un edificio precioso y único, además del Retiro y el Jardín Botánico.

Aunque de lo que sí le gustaba hablar (y disfrutar) a Ernest Hemingway en sus artículos era sobre la gastronomía de la que disfrutaba en Madrid. Era muy asiduo a la Cervecería Alemana, que sigue abierta y en perfecto estado de revista en la Plaza de Santa Ana y del desaparecido bar Álvarez, que se encontraba en la calle del Príncipe, donde le gustaba pasar las horas bebiendo cerveza y degustando raciones de gambas.

Pero si hay un lugar que impresionó a Hemingway fue el edificio que estaba en la calle Pintor Rosales número 14, justo frente al Cuartel de la Montaña, un edificio que, durante la Guerra Civil era una ruina absoluta, con el hueco del ascensor retorcido, la escalera destrozada y las puertas, milagrosamente intactas, abriéndose hacia un terreno totalmente yermo. Estaba tan cerca de la línea de fuego que podían verse las trincheras republicanas que estaban un poco más abajo. Para el escritor, esta finca desolada representaba fielmente el Madrid abatido por los bombardeos, destrozado por una guerra cruel. Tal fue la impresión que siempre le causó, que le dedicó un relato llamado Landscape with figures. Poco tiempo después, cuando le propusieron colaborar como guionista en la película The spanih earth, pidió que el edificio saliese en ella y hay un buen número de escenas en las que aparece, con su portal desvencijado y casi cayéndose a pedazos. 

Puede que muchas de las cosas que escribió y contó Hemingway sobre España y sobre Madrid se hayan convertido en estereotipos, pero nos puso en el mapa de millones de estadounidenses y ciudadanos del mundo que lo desconocían todo sobre nuestro país. Solo por eso merece la pena escuchar sus los susurros que fue dejando por nuestras calles.

jueves, 2 de septiembre de 2021

EL MINISTERIO DE LA VERDAD de Carlos Augusto Casas

 

Seguro que me lo habéis escuchado más de una vez: una de las mejores novelas negras que he leído nunca fue Ya no quedan jungas adonde regresar, la primera de Carlos Augusto Casas, que ganó el premio Wilkie Collins. Pocas veces una novela tan corta ha pegado tan duro. Nadie queda indiferente ante su lectura y por eso la sigo recomendando. Desde 2017 he estado esperando con ganas una segunda novela del autor y, lo confieso, cuando por fin se anunciaron portada y resumen me quedé un poco descolocada. Más bien muy descolocada. ¿Una distopía basada en el control absoluto por parte del gobierno de lo que hace y piensa la población? ¿Y a solo nueve años vista? Lo reconozco sin pudor: aquello me hizo torcer el gesto de mala manera, no era lo que me esperaba y las distopías no son lo mío. Salvando algunos relatos de Asimov, que me parecen un prodigio de ironía, los futuros distópicos nunca me resultan creíbles.

Pero claro, me he tenido que comer con patatas todos mis prejuicios, porque no solo Carlos Augusto Casas nos vuelve a impresionar con su capacidad narrativa, con esas frases que son como puñales y que te gustaría haber sido capaz de crear, con unos personajes potentes (si bien alguno se guarda algún estereotipo muy concreto), unos diálogos demoledores y una trama que, por cercana y conocida, provoca muchos escalofríos. Al menos a mí me los ha causado incluso en plena ola de calor madrileño. Nos vamos al 2030 (no sé si la famosa Agenda 2030, de la que tanto se habla, tendrá algo que ver en esto). Pasado mañana, como quien dice. ¿Venís?

NO NOS ESCUCHES, YA ESTAMOS TODOS MUERTOS

"Primero cerraron los cines; anto seguido, las pequeñas librerías, y, por último, desaparecieron los periódicos de papel. La vida no deja de mandarme señales, mi mundo se acaba."

Tras la Gran Pandemia, España se ha convertido en un país sin libertades en el que las prohibiciones campan a sus anchas sin que la mayor parte de la población sea consciente. Adocenados por móviles, tablets y ordenadores, contemplan sus pantallas como se contempla a un dios. Nadie cuestiona las informaciones que llegan a través de ellos, nadie se rebela, nadie se hace preguntas. Casi ni se recuerda cómo era acudir a un bar de barrio a tomar unas cañas y una tapa: todas las cafeterías pertenecen a la misma franquicia. Los libros aparecen tirados en contenedores porque no son útiles y ocupan espacio. La diferencia de clases ya no es un escalón, es un abismo. No hay libertad de pensamiento: este es único y marcado por el Ministerio de la Verdad, tan omnipresente como poderoso. Pero muy poca gente es consciente de ello.

Incluso en la universidad, tradicionalmente tan libre, existen ghetos y dos clases de estudiantes: los que cuentan con dinero para pagarse las matrículas y mensualidades más caras y que tienen acceso a los mejores medios, bibliotecas y prácticas y los que apenas pueden costearse la matrícula, los del "plan B", que se hacinan en clases masificadas sin ninguna posibilidad de estar a la altura de sus compañeros. Julia Romero es una joven periodista del "plan B" que consigue, gracias a su amistad con una adinerada y bien relacionada compañera del "plan A", un puesto menor de redactora en un periódico. Su padre, Gabriel Romero, había sido un periodista de raza, de los de la antigua escuela, pero tras la muerte de su mujer y el abandono de su trabajo, se sumerge en una espiral de alcohol y autocompasión. La relación entre ambos es complicada, dolorosa. Hasta que su padre aparece muerto al pie del viaducto de Madrid. Aparentemente se ha suicidado. Pero hay muchas cosas que no cuadran en su muerte y la realidad se vuelve cada vez más oscura cuando descubre que todos los artículos que escribió su padre han desaparecido. No hay rastro de ellos. ¿Qué se contaba en ellos? ¿Por qué y a manos de quién ha muerto Gabriel Romero?

A priori, para un lector que se base simplemente en la contraportada del libro, le puede parecer una novela de misterio más, pero ambientada en 2030. Lo que realmente a mí me ha provocado esos escalofríos que os decía al principio son ciertos detalles que ya estamos viviendo ahora, esa pérdida de la libertad de pensamiento (o piensas como nosotros o eres tal o cual cosa), ese "buenismo" imperante que nos trata a los ciudadanos como si fuésemos idiotas, incapaces de enfrentarnos a la realidad. Esa dependencia cada vez más absoluta de la tecnología, que se va pareciendo más a una secta destructiva que a un modo de relacionarse o informarse. El Ministerio de la Verdad se erige como una sombra que lo cubre todo, una entidad capaz de dirigir hasta la intención de voto en una dirección u otra, que filtra las noticias para que solo lleguen a los ciudadanos las que a él le interesan. Y que dispone de una suerte de "vigilantes" dispuestos a lo que sea con tal de preservar esa "verdad" oficial.

Si hay algo que me da miedo, más que un holocausto nuclear o un meteorito reventando la Tierra (ya conocéis mi marcada vena apocalíptica), es que me impongan lo que he de pensar, lo que tengo que leer, cómo he de hacer las cosas. Me aterra. Y eso es lo que Carlos Augusto Casas nos vaticina en su novela: una sociedad de ovejas moviéndose al son de algunos pastores y con una jauría de perros que muerden sin piedad a las que se salen del camino. Una sociedad sin capacidad crítica, de pensamiento único, sin disidencias, que se ha ido instaurando sin prisa pero sin pausa y que ni siquiera se cuestiona. Todos los bares iguales, las mismas bebidas, las mismas comidas, uniformidad. Con los ciudadadanos controlados a través de sus móviles o sus ordenadores. Paisaje en gris. No me digáis que no es para echarse a temblar.

Los únicos que se rebelan ante ello son los ancianos, que se manifiestan ante las puertas del Ministerio de la Verdad cada día. Y los más desfavorecidos, los sin techo que, en cada vez mayor número, pueblan los rincones de la ciudad y que se mueven todo lo posible por detrás de la línea de visión del Ministerio, avisando a quienes están en peligro con un ejemplar de 1984, de George Orwell. 

Carlos Augusto Casas, a lo largo de las páginas de su novela, nos va creando cada vez una mayor sensación de incomodidad, de impotencia, a veces con un puntito de desesperación. Es cierto, como os decía al principio de la reseña, que a veces "los malos" y la organización del Ministerio nos resultan reconocibles, similares a otros, pero eso no les resta ni pizca al miedo que causan. Y quizá también sea recurrente el marcado alcoholismo del padre de Julia y de Varona, el veterano periodista, antiguo compañero de este, que parece haberse resignado a vivir anestesiado, a no pensar, hasta que un destello le hace ponerse en marcha de nuevo.

Abundan los diálogos a lo largo de toda la obra, diálogos que fluyen naturales, sin acartonamientos ni demagogias. Y ellos son los que mejor nos dibujan a los personajes, los que marcan a fuego sus características. La tensión, presente desde las tres primeras páginas, va creciendo sin estridencias pero también sin pausa, provocando una inquietud muy poco cómoda pero fascinante porque no es fácil intuir por dónde nos va a llevar.

El Ministerio de la Verdad tiene muchos y buenos ingredientes para mantenernos pegaditos a sus páginas. Quizá porque, de pronto, recordamos que, si hacemos una búsqueda de sillas de escritorio, nos comenzarán a aparecer decenas de anuncios sobre ellas. O cómo, en ocasiones, nos hemos creído bulos muy bien montados. O por qué las redes nos llevan a esa crispación constante. A veces conviene recordar que un mundo mejor es posible, que lo tuvimos en las manos y lo estamos desguazando a pedacitos. ¿Nos atreveremos a asaltar la habitación 101 del Ministerio de la Verdad para recuperar la libertad?